domingo, 23 de octubre de 2022

LA MODA NOVENTERA DE "IR DE MALOTE"

Escuchando el otro día una charla entre DJ Nano e Iñaki Domínguez en la que hablaban, entre otras cosas, del macarrismo que se desarrollaba hace 30 años, se me vino a la memoria una serie de recuerdos asociados a una tendencia que hacía furor entre los adolescentes y jóvenes de la época. Y es que en la década de los años 90, especialmente en su segunda mitad, se instaló entre la juventud española la moda de "ir de malote". Algo que para muchos era simple "postureo" pero para otros tantos llegó a considerarse una manera de desenvolverse por la vida y que conllevó una ola de violencia entre los chavales que acudían a discotecas, parques, pubs o campos de fútbol para partirse la cara entre bandas o grupos rivales. Y si en los 80 lo "in" era el buenrollismo y la apertura de miras, en los 90 regresó el afán  por el macarrismo y la brutalidad. Algo que seguramente nunca dejó de existir en los barrios más duros de las periferias de las grandes ciudades pero que se retomó con fuerza en otros sectores más acomodados del universo urbano.

El macarrismo volvía a estar en boga y los pandilleros de barriada dejaron la estética quinqui que lucieron referentes de antaño como "El Lute", "El Torete" o "El Vaquilla" para adoptar postulados estéticos ajenos, apropiándose de elementos icónicos de tribus urbanas como los skinheads, los pijos y los bacalaeros. De hecho, hubo momentos concretos donde era imposible saber si estábamos ante un miembro genuino o un advenedizo garrulo con ganas de bronca.

Así el bacalao se convirtió en maquina o mero "chumba chumba", sus bombos eran cada vez más sonoros y la velocidad del beat más endiablada. Las pastillas, la coca y el speed aceleraban las noches y ponían los nervios en punta a unos discotequeros de mandíbula desencajada incapaces de reprimir gestos repetitivos bajo la luz del estrobo.

Era la banda sonora de unas discotecas cuyas pistas y puertas fueron campo de batalla de una violencia gratuita entre jóvenes incapaces de encauzar su frustración por otros caminos. La desindustrialización, la crisis del 93, un paro desbocado y los escándalos de la izquierda despertaban a una juventud que no veía salida. Interesante, como decía, es la apropiación de determinadas vestimentas ajenas al macarrismo íbero tradicional. Era curioso ver adoptar como suyos simbología ajena como chamarras bomber o alpha, botas martens y cabezas rapadas al cero. Más curioso era todavía encontrar bacalas malotes de barrios humildes con elementos tan icónicos del pijerío madrileño como el plumas Pedro Gómez, las camisas Chevignon o el coche Golf. 

Asociado a estas bandas de malotes siempre iba asociado el ejercicio de la delincuencia en mayor o menor grado llevando a cabo delitos como robos, menudeo de sustancias, desacato a la autoridad, amenazas, intimidación y, sobre todo, violencia física. El estatus y respeto de un grupo a ojos del resto venía dado por sus pocos escrúpulos a la hora de dar palizas que, en ocasiones, terminaban en muertes.

Recuerdo que a los integrantes de estas pandillas les llamábamos mafiosos y que el modus operandi la mafia podía ser ejecutado de una manera más o menos intensa. Todo con el fin de escalar en la gradación de la banda en una jerarquía conocida perfectamente en determinados ambientes donde no hacía falta las redes sociales para enterarte de quien manejaba el cotarro.

Foto con los plumas Pedro Gómez sacada del periódico El Mundo.

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