Hace unas semanas se estrenó en Netflix la serie “Superestar” en la que se aborda, 25 años después de su explosión catódica, el fenómeno del Tamarismo. La serie, que coincide con la publicación de un documental añadido sobre la figura de la hoy conocida como Yurena, lleva la firma de Nacho Vigalondo y aunque pienso que el director ha encajado de una manera sublime su forma de contar las cosas con la esencia tamarista, el resultado final se aleja del gran público, resultando una obra de culto que, a priori puede no conectar, de alguna manera, con todos aquellos que se rieron del fenómeno y de sus frikis protagonistas sin llegar a darle la dimensión artística que se merecía. A costa de una mayor comercialidad, Vigalondo ha ido más allá, mucho más allá, del chiste y la caricatura, que también lo fue, a los estratos mucho más profundos de esta historia.
Y es que explicar lo inexplicable resulta complicado porque aquello fue un esperpento que revolucionó el panorama mediático. Cada medianoche nos llegaba desde Marte las crónicas que nos narraban las peripecias de una pandilla de raros y marginados con vocación de alcanzar el estrellato sin ningún tipo de talento y arte para ello. Sardá le dio la vuelta, aplicó los parámetros warholianos y esa ineptitud fue precisamente aquello que los llevó a la máxima popularidad. La mayoría de la audiencia se reían de ellos, aunque en el fondo conectaban de alguna u otra manera con la desgracia de los personajes del Tamarismo aliviando la desdicha de su propia existencia con la calamidad profunda de Tamara y compañía.
Paco Porras, Tony Genil, Arlequín, Leonardo Dantés, Loli Álvarez... le dieron una vuelta de tuerca a la telerrealidad a base de caspa, envidias, disputas y especialmente disparate, un sorprendente disparate catódico. Un coche dentro de la fuente de la Cibeles, la inauguración de una frutería en Vallecas, bolsazos a un payaso por Malasaña... la desgracia y el fatalismo eran sus señas de identidad.
El Tamarismo se expandió más allá de sus iniciales fronteras marcianas y durante unos cuantos meses se encontraba en todos los espacios de actualidad, ya sea televisión, radio o prensa, focalizando la atención de los espacios del corazón, que dieron de lado a la aristocracia, los actores de Hollywood o los deportistas de élite para colocar en el Olimpo del salseo a esta pléyade de rarunos. “Pronto”, sin ir más lejos, la revista más vendida en España reservó varias páginas semanales para contar las andanzas tamaristas.
Otra cuestión clave y que a mí me flipaba es la música como elemento motor de toda la historia donde las subtramas se sucedían sin ton ni son como una ráfaga de ametralladora. Es más, el asunto reventó la industria discográfica. El tema “No Cambié” se convirtió en el sencillo más vendido de la historia en nuestro país, pero la industria le dio injustamente la espalda y no lo consideró, aumentando la leyenda negra de Tamara, que tuvo que cambiarse de nombre artístico porque de él se apropió la otra Tamara, la buena que decían.
Tras aquel flashazo kitch de principios de los 2000, Los Javis tuvieron la gran ocurrencia de rescatar la figura de Tamara, alejarla del chiste básico y darle enjundia, concepto que se diría hoy. Algo que seguramente fue de lo que adoleció el Tamarismo en su día y que la industria del entretenimiento no supo ver. Aunque es probable que de haber sido así el Tamarismo no hubiese sido tal y como lo conocemos, tal y como nos gusta a los que disfrutamos con una historia que contaba la vida de una chica de Santurce que resultó ser más que una Superstar y supo superestar en un mundo donde todos, de alguna u otra manera, somos unos frikis.
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