domingo, 8 de junio de 2025

LA RUTA DEL NORTE

 

La Ruta del Bacalao valenciana fue la más conocida, la original y originaria. Estaba asociada, de alguna u otra manera, al fenómeno internacional de las raves en zonas apartadas de las grandes ciudades que tuvieron su epicentro en Gran Bretaña desde la segunda mitad de la década de los años 80. Por aquel entonces la fiebre por el acid house trajo consigo un segundo Verano del Amor y un fenómeno que se reprodujo en diferentes países a través del cual los jóvenes bailaban a varios kilómetros de distancia de los centros urbanos en almacenes, prados, edificaciones abandonadas, debajo de puentes... El asunto tuvo múltiples variables y ramificaciones con elementos diferenciadores entre ellas. En el mundo anglo, por ejemplo, se deslizaron hacia sonidos como el acid house y en Centroeuropa hacia la música EBM, New Beat e industrial. A la vez, e incluso antes diría yo, en Valencia, los más inquietos se desplazaban al entorno de la Albufera para bailar un eclecticismo sónico en discotecas ubicadas junto a la carretera de El Saler. Se trataba de ir a bailar a los mismos emplazamientos y del establecimiento de una ruta de salas a las que acudir de manera consecutiva cada fin de semana. En la vecina Ibiza estaba sucediendo algo parecido. 

Para finales de los 80 y principios de los 90 el asunto comienza a ser más conocido, especialmente entre la juventud, pero poco documentado. Y como si de una leyenda se tratase, la historia se transmitía de manera oral, corriendo como la pólvora por toda la geografía del país lo tremendo de la fiesta valenciana. De esta manera, otras zonas replican el fenómeno en sus ciudades. Barcelona, Madrid, Alicante, Bilbao son las más famosas. Vamos con esta última, aunque, en realidad, la de Bilbao como tal no existía. Se trataba de una parada que formaba parte de una ruta más amplia, la del Norte, que englobaba Cantabria, Navarra y todo Euskadi. Pero será en Bizkaia y Gipuzkoa donde el fenómeno destroy adquiera una mayor fuerza y sirva como polo de atracción y epicentro de una movida que evolucionaba, ya en los 90, del bacalao valenciano a un nuevo movimiento con una identidad propia. 

El asunto comenzó desde principios de los 90 en salas como Txitxarro, Itzela, Jazz berri, New Guass, Venecia, Young Play, The Sound... que dejaron de lado el concepto “sala de fiestas” y se sumergieron en la música más vanguardista del momento. La música electrónica de baile comenzó a sonar en sus altavoces a un volumen estratosférico mientras la luz de estrobo acompañaba al beat contundente. Pastillas y speed comenzaron a consumirse porque la gracia estaba en bailar todo el fin de semana y hay quien por mucho subidón sónico que hubiera no tenía aguante para tanto. La makina, el trance y harddance fueron mutando hacia el progressive y la aceleración despiadada de los ritmos hasta una velocidad de 120, 130 y finalmente 140 BPMs era patente. Había llegado el bumping o pocki, como se le llamaba por estos lares, aunque, para entonces, ya habíamos entrada en la década de los 2000. 

El rock radical vasco, que nació como revulsivo sónico en Euskadi para un sector de la juventud muy politizado desplazó a la música tradicional y folk para acabar autoconsiderándose la “verdadera música de los vascos”. Y como ocurrió, por ejemplo, con la copla en el franquismo sirvió como instrumento de politización. Pero, a finales de los 90, el verdadero espíritu punk era la música que se bailaba en las discotecas de la ruta vasca, ubicadas en los extrarradios de las ciudades, donde se concentraban los jóvenes más rebeldes, la mayoría de familias proletarias que estaban hartos de todo y rechazaban esa Euskadi decadente llena de ruinas industriales. La juventud se desmovilizaba a la hora de seguir determinados planteamientos y comenzaba a desengancharse masivamente del RRV. A tal nivel llegó el asunto que ETA puso en el punto de mira a la ruta discotequera vasca porque veía como la juventud más contestaria no seguía sus patrones y elegía nuevos caminos de rebeldía y porque no decirlo, escapismo hedonista. 

El pelo pincho, las gafas de sol a las 3 de la madrugada, las botas art y las camisetas de colores iluminaron la noche en pistas de baile donde a nadie le importaba a quien votabas, de donde venías y a qué te dedicabas. Lugares como la Non Stop, Columbus, Nyx, Splash, Jazz Berri, Matraka, The Sound, Itzela se convertían en lugares de peregrinaje. 

Pero la violencia también estuvo presente. Los 90 fueron violentos y eso se veía en los campos de futbol, en las fiestas de los pueblos y ciudades y, por supuesto, en las discotecas. La multitud siempre ha resultado ser un estupendo refugio para ejercer actos violentos impunes y gratuitos en unos tiempos donde la tendencia a ir de malote era lo que se estilaba. Y las peleas estaban también a la orden del día en los clubs. 

Parkings abarrotados y decenas de buses circulando de un lugar a otro los fines de semana en busca de la mejor sesión comenzaron a decaer por un agotamiento del fenómeno que no daba más de . Una pirámide demográfica que comenzaba a perder base, la bajada del poder adquisitivo y los cambios de costumbres hicieron que la ruta del Norte, como ya había sucedido anteriormente con el resto, terminará desapareciendo a finales de la primera década de los 2000. 

Hoy se está viviendo un momento donde la juventud actual parece poner en valor todo aquello e incluso asumir ciertos postulados que parecen ser retomados para crear, casi 30 años después, una nueva escena, debidamente actualizada, inspirada en aquel espíritu discotequero. 

domingo, 1 de junio de 2025

LA CULTURA DE LOS CLUB KIDS EN EL MADRID DE LOS 90

Cuando definitivamente terminó la fiebre provocada por la Movida Madrileña y Barcelona, a finales de los años 80, volvió a acaparar el interés por los nuevos movimientos musicales del momento, la capital española proyectaba una imagen durante la década de los 90 cercana a la de un páramo decadente donde se hablaba de inseguridad, aburrimiento y mal rollo. Daba la impresión de que se estaba viviendo una especie de pesada resaca después de tanto colorido, tanto petardeo y tanta fiesta modernosa. Pero nada más lejos de la realidad, a nada que se buceara en su underground podías encontrarte con fenómenos tan atractivos como el que ocupa este artículo. Me estoy refiriendo al fenómeno de los Club Kids y la pequeña escena de música electrónica asociada. Una tendencia llegada desde la ciudad de Nueva York donde unos jóvenes llevaban una vida regida por el exceso ya sea en cuanto a la estética, el sexo o el consumo de drogas. Su filosofía asentada en el hedonismo exacerbado y el nihilismo abrupto propició su rechazo por parte de la mayoría social. Algo en cierta manera buscado por unos tipos descarriados con ganas de salir del redil e ignorar las pautas de las normas y convenciones establecidas. Aun así, el fenómeno supuso un influjo creativo brutal que acabó influenciando a muchos artistas del momento. 

En Madrid, se recibió ese fenómeno como en ningún otro sitio y los Clubs Kids encontraron su hogar en lo que ellos llamaban houses para escuchar, precisamente, ese estilo musical, house. Hay que decir que, en Madrid, desde finales de los años 80, existía un circuito de pequeñas discotecas, como Voltereta, muy entroncadas con la cultura de club donde sonaba tecno o house, algo muy underground pero con una efervescencia brutal. Eran propuestas muy influenciadas por la primigenia Ruta del Bacalao valenciana donde el ambiente era excelente, aunque con el paso del tiempo la violencia fue en aumento, especialmente en la segunda mitad de los 90.  

Pero volviendo a la escena propiamente de los Club Kids, la mayoría de sus seguidores pertenecían al colectivo LGTB y una de sus mayores activistas y promotoras fue Alaska.   Cansada de ser la reina de la Movida, abandonó su trono para, acompañada de Nacho Canut, fundar Fangoria y militar en la escena más underground pero a la vez más interesante e impetuosa de la música electrónica. Otro nombre propio imprescindible en el embrollo fue el de Dani Pannullo, quien tras llegar desde Argentina con el previo paso por Estados Unidos creó en 1994 el club House of Devotion junto al dj Tony Rox. Al principio empezaron los lunes en VillaRosa, un tablao flamenco al que no fue nadie. Después, con Alaska como madrina, se trasladaron a Morocco los jueves y allí la cosa funcionó. Tras el éxito abrieron otras propuestas como Bali Hai donde la libertad era absoluta y los estilismos exagerados. No había límites y se respiraba una hipercreatividad total. Otro de los asiduos, que llegó a ser go-gó  del House of Devotion era David Delfín y también sus amiga y novia de Tony Rox, Bimba Bosé. Pedro Pascal era otro de esos estrambóticos Club Kids que no dejaban de bailar a deejays como Oscar Mulero, más asociado al techno pero que también pinchó en aquellas locas noches. 

Era cultura clubbing en estado puro, una postura ante la noche, ante la vida, una representación teatral, un performance artístico. En 1997 cerró la House of Devotion y el house comenzó a, paulatinamente, establecerse como una música mainstraim. La pequeña fiesta Goa creció y era el momento del inicio de nuevo siglo en el que Madrid comenzó a recuperar, de nuevo, el interés frente a Barcelona de la inquietud underground y los diferentes fenómenos asociados. 

Los Club Kids se quedaron en el olvido y prácticamente no tenemos información de ellos en Internet. Un tiempo después, la cultura resurgió, con una evolución a conceptos diferentes pero influenciados como lo trash y lo dragg en fiestas como que Trabaje Rita. Pero eso es ya otra historia. 

Fuente foto: Marina del Mar en El Mundo