Un mes nos separa del segundo aniversario de aquel sábado fatídico, 14 de marzo si mal no recuerdo, en el que Pedro Sánchez se dirigía al país para comunicar el establecimiento del Estado de Alarma y con él la limitación de derechos y libertades individuales en pos de frenar los efectos devastadores de la pandemia de coronavirus. En esos primeros días de encierro nadie atisbaba a las claras lo que sucedería en los siguientes dos años, estos últimos 24 meses llenos de incertidumbre, protocolos, legislación cambiante y cercenamiento de libertad.
El control de nuestra movilidad y actividad ha sido exhaustivo y sectores como el del ocio nocturno han sufrido las peores consecuencias. Las pistas de baile fueron clausuradas y se decidió que la noche no era el momento para socializar. "Bailar pegados" pasó de ser el título de una canción de Sergio Dalma al primer objetivo de eliminación por parte de las autoridades. Nuestra salud, según nos decían, era la prioridad absoluta y mientras intentábamos parar el COVID a base de encierro y aburrimiento, una nueva ola sanitaria se elevo como un tsunami arrastrando la salud mental de gran parte de la población. Trastornos asociados a la ansiedad y la depresión crecieron exponencialmente, especialmente entre los jóvenes y adolescentes, cuyo modus vivendi fue desgarrado sin medir las graves consecuencias.
El baile, la fiesta y la noche siempre han estado ahí. En las cuevas de Altamira, el Imperio Romano o la II Guerra Mundial la gente danzaba hasta el amanecer. Y siempre han sido más necesarios cuando la vida se hace más insoportable, menos llevadera, tal y como nos ha sucedido en los últimos tiempos. En las treguas los soldados han tenido sus momentos para bailar mientras sonaba la música y no las bombas pero en esta ocasión los altavoces han permanecido en silencio y la gente en sus hogares.
Ahora, parece que por fin, es el momento de volver a llenar las pistas. Las limitaciones en cuanto a horarios y aforos comienzan a levantarse y las salas y clubs anuncian sus reaperturas para ofrecer diversión y fiesta a unos ciudadanos con ganas de salir de casa. Al menos, en un primer momento, se espera un estallido de alegría y jolgorio que veremos si a medio plazo se mantiene en una población cada vez más inducida al individualismo y las relaciones on line donde los espacios de encuentro son sustituidos por frías aplicaciones que nos protejan de los peligros que, a base de miedo, nos han ido inoculando. Acabamos de vivir un precedente en la gestión del poder y manipulación de las masas del que todos somos responsables a partir de ahora para que, en años venideros, no nos lleve por derroteros totalitaristas. Mientras tanto, yo no dejaré de bailar porque hacerlo es un acto de rebeldía frente al control y el miedo.
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